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7 de mayo de 2024, al acabar el bingo.
Ciudad deportiva de Carabanchel.
Las jugadoras ya saben que deben participar todas en el evento. Coudert ahora debe convencer a Jimena de que acepte la sorpresa. No sé si me está usando o si me está dando la oportunidad de cubrir el momento.
Con las luces del campo apagadas el silencio parece más hondo que nunca. Es un silencio rural, con vida: se oyen grillos alrededor. No sé si me los imagino, porque los recuerdo, pero la grabadora no los ha registrado.
En medio de ese silencio y esa oscuridad estamos Jimena, Coudert y yo, avanzando por un camino de luz que marca la entrenadora con la linterna, la única que sabe hacia dónde vamos.
Coudert está ensimismada, insegura por lo que sigue. Quizás para quitarse los nervios enciende y apaga la linterna, haciendo el camino más incierto para nosotras dos, que intentamos adivinar lo que nos rodea.
En la parábola del hijo pródigo, el padre celebra el regreso de su hijo con fiestas y agasajos. Me pregunto ahora cómo seguiría esa parábola si, al pasar un año de su regreso, el hijo dice a su padre que es tiempo de volver a partir.
¿El padre pediría a su hijo que postergue el viaje? ¿Qué fiesta inventaría para convencerlo de que se quede un año más?
El camping.
Coudert se detiene, nosotras dos también. Es la única señal que tenemos de que hemos llegado a algún sitio. La mirada ya empieza a acostumbrarse a la oscuridad, pero solo descubre los detalles más cercanos.
Coudert toma el walkie de su cintura.
“¿Estás preparada?”, pregunta Coudert.
“Supongo que sí”, responde Jimena.
Coudert se lleva el walkie a la boca y presiona un botón con firmeza: “entrenadora a las juveniles-campo. Como lo hemos ensayado. ¡Ahora!”
Una a una, van encendiéndose las luces interiores de veinticuatro tiendas de campaña montadas sobre el campo de juego: forman un círculo de luces chinas gigantes en torno a Jimena y a Coudert.
Con las luces de las tiendas encendiéndose de colores amables, se descubren las expresiones en sus rostros. La entrenadora tiene la mirada clavada en su estrella, Jimena sigue el círculo de luces envolviéndola tienda por tienda.
Si tuviera que adivinar lo que siente detrás de ese rostro siempre indescifrable, diría que además de sorpresa, hay algo de ilusión: es que el juego de luces es algo rudimentario pero muy bonito y muy conmovedor.
A Coudert no hace falta adivinarla: las lágrimas cuelgan de sus ojos, aguantando, sin caer. Es este goce que siente por el cuidado de los otros. El placer de regalar algo especial a alguien querido sabiendo que lo disfrutará.
“¿Querías ir de campamento en estas vacaciones, no es cierto?”, dice Coudert.
A Jimena se le ha pasado todo el pedo de golpe, como cuando una va borracha por la calle y tiene un susto. Asiente en silencio, me mira, como entendiendo o recordando que también estoy allí. Yo, que soy de la prensa.
“Te hemos montado el camping aquí”, sigue Coudert, para que Jimena no se distraiga.
Jimena frunce el ceño.
“Para poder pasarlo juntas”, sigue Coudert.
Jimena mira el suelo, otra vez escoge el silencio como respuesta. No está buscando la palabra adecuada. Si no responde es porque está siendo cautelosa. Pero ahora no sé si es por mí (la prensa) o por la entrenadora.
Ahora pienso que estoy interviniendo demasiado con mi presencia y atino a alejarme con unos pasos hacia atrás. Prefiero ni siquiera comentarlo, ni siquiera avisar que “las dejo solas” o algo parecido.
Una parte de mí sabe que tengo que estar allí para cubrir este momento, así que no me alejo demasiado. Quiero seguir escuchando, pero no quiero que me vean. Refunfuño. No sé qué hacer y detesto sentirme así.
Me giro, quedo de espaldas a las dos; finjo que estoy buscando luz para ver mis notas, aunque no alcanza ni para ver mi cuaderno. Me siento ridícula y observada, y decido quedarme quieta hasta desaparecer todo lo posible.
“¿No es bonito?”, pregunta Coudert.
“Muy bonito. Sí”, responde Jimena.
Al fin y al cabo, el hijo pródigo puede sentir más o menos cariño por su padre, pero siempre cuida del cariño que su padre siente por él.
“Las han montado las aficionadas, y las decoraron las juveniles. ¡Ah!” Ahora Coudert vuelve a hablar al walkie: “Ya podéis salir”, dice alto y claro.
Las juveniles-campo salen del interior de las tiendas y corren con linterna en mano hacia la salida del estadio.
Jimena vuelve a clavar la mirada en el suelo. Comienza a darse cuenta de la dimensión de todo esto.
Las juveniles.
Coudert sabe que tiene que volver a realzar la belleza y la ternura del encantamiento de luces para recuperar la ilusión de Jimena. Ella está feliz de aceptar las cosas como son, pero debe completar la misión.
Puesta a pedir más de Jimena, le sirve imaginarse todo lo que hay por delante. Como en un partido de fútbol. Y ahora se nota en sus ojos que puede verlo con detalle: ha estado preparando esta fiesta durante noches enteras.
“Mira. Cada tienda pone el número de la jugadora en el techo. Esta es la tuya, con el 10”.
Jimena no alza la vista ni sale del silencio, como atrapada en un pensamiento. Coudert le abre la puerta de su tienda y Jimena se asoma por cortesía.
En ese momento, una niña de unos 12 años, con la indumentaria de entrenamiento del club y el mismo corte de cabello que Jimena, sale desde dentro y se aferra a la estrella en un abrazo.
“¿Pero qué haces?”, dice Coudert a la niña.
“Jimena, eres mi ídola desde que tengo seis años. Juego al fútbol por ti y mi sueño es ser una estrella como tú”, dice la niña con el rostro enterrado en la cintura de Jimena.
“Muy bonito. Ahora vete”, dice Coudert.
“¡Chari!”, se queja Jimena. Pone una mano en la espalda de la niña, para serenarla. “¿Quieres una foto?”, le pregunta.
“¡Sí! Pero nos han quitado los móviles”, responde la niña.
“A mí también”, dice Jimena.
“Bueno, luego te regalamos un llavero del club. ¡Va!”, insiste Coudert.
La niña abraza a Jimena otra vez, como despedida. Jimena deja atrás el rostro de confusión y vuelve a sonreír, esta vez con toda ternura.
Coudert nota ese cambio de gesto y se acerca a la niña, que aún no suelta a Jimena: “¿Cómo te llamas, nena?”
“Valeria”, responde la juvenil.
“¿Tú estarás con nosotras durante todo el evento, Valeria?”, pregunta Coudert, ya en cuclillas.
“Supongo que sí”, responde Valeria.
“¿Estás preparada para mimar como nunca a Jimena? Tenemos que ganarnos su corazón”, dice Coudert.
“Sí”, dice Valeria levantando los hombros.
“Tenemos que hacerla sentir muy querida. Demostrarle cuánto la queremos en este club”, insiste Coudert.
“Ya está bien, Chari”, dice Jimena.
“Ya puedes irte, nena”, dice Coudert a Valeria, poniéndose de pie.
Valeria sale corriendo hacia la salida del campo.
“Como verás, estamos muy entusiasmadas por este evento”, dice Coudert, como disculpándose por la actitud de la juvenil.
Algo parece haber cambiado dentro de Jimena. Se da cuenta de que este evento también tiene una magnitud emocional. Y no solo para la entrenadora.
“¿Las chicas?”, pregunta Jimena mirando a las gradas.
“¡Hay tiendas para todas!”, dice Coudert. “Yo estoy allí, la tienda que pone ‘Entrenadora’”, completa mientras señala con la linterna a otro punto, un poco más lejos. “Cualquier cosa que necesites, ya lo sabes”.
El padre misericordioso se siente cerca de la victoria, pero se está apresurando, como sin contemplar lo que sucede en el corazón de su hijo. Y el hijo pródigo, a pesar del respeto que siente por su padre, sabe que tiene la última palabra.
Jimena la mira en silencio, otra vez con ese gesto indescifrable. Tira fuerte de una de las sogas que une la tienda con el suelo - no sé el nombre, pero ya lo investigaré. “¿Están bien montadas?”, pregunta.
Coudert respira profundo, parece a punto de quebrarse. “Como para acampar en la sierra”, responde. Y allí le sale de dentro una apuesta por la proximidad, por el cariño del contacto: le coge una mano.
“Lo vamos a pasar tan bien”, dice Coudert.
Jimena asiente discretamente.
Coudert le extiende la linterna, esta vez con cuidado de que sea Jimena quien decida cogerla. Y Jimena la coge, y espía su tienda por dentro.
Coudert se precipita otra vez. Aprovecha para retirarse caminando con prisa. Me mira y me hace un gesto para que yo también desaparezca del todo.
Camino unos pasos más hacia atrás, pero no quiero perderlas de vista hasta no ver que Jimena se mete en su tienda. Al final, creo estar ayudando.
“¡Chari!”, se oye decir a Jimena.
Ya de espaldas a la estrella, Coudert se detiene, pero se resiste a girarse. Jimena la ilumina por detrás.
No lo sé, porque no lo he visto ni he hablado con ella sobre esto, pero puedo imaginar fácilmente a Coudert cerrando los ojos, apretados, esperando el peor de los desenlaces.
Sea como fuera, Coudert toma coraje y se vuelve hacia Jimena, que la mira fijamente.
“¿Sí?”, pregunta Coudert con la voz quebrada.
Jimena se ilumina el rostro con la linterna. Tiene un gesto serio, deformado por la luz. Da un poco de miedo, honestamente.
“Los premios”, reclama Jimena, algo decepcionada.
Coudert advierte que aún lleva consigo el ventilador, el megáfono y el termómetro del bingo. Se acerca rápido, avergonzada. Se los extiende.
“El megáfono es para ti. Te queda bien y lo necesitas”, dice Jimena.
“Gracias”, dice Coudert, sonriendo como una madre.
Este obsequio lo toma como un gesto de cariño que le da la fuerza que necesita para sostenerse quieta y en silencio esta vez. Para pedir algo más a cambio, luego de haber ofrecido tanto.
Jimena observa a Coudert, plantada delante de la puerta, le hace un gesto de despedida, abre la caja del ventilador y entra a su tienda.
Coudert cierra los ojos y suspira el alivio de haber conseguido algo para lo que no se sentía preparada. Se aleja, esta vez sin voltearse a verme.
Por primera vez desde el regreso de Jimena al Trueno, Coudert consigue imponerse desde la ternura - con algo de suerte. Está deseosa de ir corriendo a contárselo a todos.
Comienza a caminar diferente. Más lento y con la espalda más hacia atrás. Se imagina la cara del Presidente cuando se lo pregunte y ella le cuente que sí, que ya está hecho aquello imposible de conseguir.
Que se puede liderar desde el cariño, desde la motivación. De hecho, todo lo demás está caduco. Esta es la nueva forma de liderar. La única aceptable.
Quiero decir algo más a la grabadora, una suerte de cierre, pero por algún motivo necesito que pasen unos minutos primero. Miro hacia atrás, a las gradas. Varias compañeras del Trueno - no puede distinguir quiénes son - están apoyadas en una barandilla observando el campo. Camino hacia allí.
¿Por qué Jimena se ha metido a esa tienda? Tuve que contar esta historia desde el inicio para intentar responder esta pregunta y aún no sé la respuesta. Tampoco sé si la sabe ella.
Parece empecinada en postergar las decisiones. Pero quizás, como en sus dudas al firmar el contrato que la ha traído de nuevo al club, esta vez quiere entender algo antes de seguir.
Si tengo que especular, diría que ahora las sensaciones se mezclan tanto que no podrá entenderlas fácilmente.
Sabemos que a Jimena no le gusta abandonar. Y sobre todo no quiere decepcionar a las niñas que ven en ella el referente que no tuvo cuando joven.
Me pregunto, además, si entre tanta cautela, tantas consideraciones, todo este tiempo Jimena en verdad estaba esperando disfrutar del cariño de su gente. Como las personas que disfrutan de sus cumpleaños en silencio y sin revelarlo.
Ya estoy subiendo las escaleras cuando las luces tenues de las gradas se apagan. Desde aquí puedo ver que también se apagan las luces de la ciudad deportiva alrededor del estadio.
Ahora solo veo las tiendas iluminadas por dentro, y de fondo, las luces de la ciudad. Poco a poco, también, se apagan las luces de las tiendas.
Almendra Bernal